(a)dicción(es)
Volvemos (como siempre)
al estallido fiel y
preprogramado
por ese dios escondido,
travieso, imaginado.
Volvemos (vez tras vez)
al mismo curvilinear
nuestras heridas
marinadas en vinagre
de ausencias,
como adictos a la migaja.
25XI08
6188
miércoles, noviembre 26, 2008
viernes, noviembre 21, 2008
Si...
Prosigue la espera
contra la puerta
contra el adiós.
Persigue la duda
el cada vez repetido
cada vez el regreso.
Consigue lo innombrable
vertir al Silencio
verte sin vernos.
18X08
San Pablo, PR
viernes, noviembre 14, 2008
De fin y Sion
De fin y Sión
A Sonia
Morir no es llegar
tan sólo es traer.
Tampoco es llevar
¿sabes? sólo traer.
Repito.
Morir no es tomar
ni siquiera volver.
Sí, morir es prestar
al Olvido y saber
que el acto de esperar,
- amiga -
es vencer.
A Sonia
Morir no es llegar
tan sólo es traer.
Tampoco es llevar
¿sabes? sólo traer.
Repito.
Morir no es tomar
ni siquiera volver.
Sí, morir es prestar
al Olvido y saber
que el acto de esperar,
- amiga -
es vencer.
miércoles, noviembre 12, 2008
Atrasos
Te has perdido
en mis trazos:
una alborada
inquieta soledades
una caricia
que siempre pudo ser
la silueta irreconocible
de lo que sabíamos
el desliz incierto
de lo cierto
este nosotros guardado
con un cerbero hambriento
hasta aquí,
el trazo descubre
nos cubre
16 X 08
PR
en mis trazos:
una alborada
inquieta soledades
una caricia
que siempre pudo ser
la silueta irreconocible
de lo que sabíamos
el desliz incierto
de lo cierto
este nosotros guardado
con un cerbero hambriento
hasta aquí,
el trazo descubre
nos cubre
16 X 08
PR
sábado, noviembre 08, 2008
Mea culpa
Soy lo que soy:
un penema des nudo,
un aire con hambre de suspiro,
un verso en tinta de esperma.
Otra cosa no esperes,
a pesar de sus guillotinas geni(t)ales
y sus prote(s)tas sin te(s)tas.
Sí, soy un penema.
Y no me (dis)culpo
por esos aullidos
de a cuatro patas
que persisten anexarse
a mi Sombra.
un penema des nudo,
un aire con hambre de suspiro,
un verso en tinta de esperma.
Otra cosa no esperes,
a pesar de sus guillotinas geni(t)ales
y sus prote(s)tas sin te(s)tas.
Sí, soy un penema.
Y no me (dis)culpo
por esos aullidos
de a cuatro patas
que persisten anexarse
a mi Sombra.
lunes, noviembre 03, 2008
El guanin de Arocoel
El guanín de Arocoel
Porque me pusiste al pecho
este guanín relumbante...
Juan Antonio Corretjer
Las gotas caían pesadamente sobre el suelo fangoso de la ladera del monte, en esa selva todavía virgen, intacta. Los musgos y helechos se hundían bajo el peso de sus pies sangrantes, cansados. Su cuerpo parecía derretirse y fundirse en uno solo con el barro de su Tierra Madre. Atardecía. Insignificantes rayos de sol atravesaban la espesura del follaje y, en ocasiones, fugazmente, en un intento fallido de dar calor a su cuerpo deshecho, herido, acariciaban sutilmente en vano intento efímero de brillar en su tez de cobre viejo. Corría, bajo la lluvia, dosel y penumbra. . .
Entre sus manos llevaba un disco antiguo y sagrado, símbolo de su raza y orgullo. Lo recogió cuando el dios blanco, con su dedo tronante, matara de un solo grito, de un solo suspiro, al portador del áureo símbolo. Fue el último cacique escogido.
Ahora, mientras avanzaba penosamente a través del bosque espeso, recordaba. Cómo su niñez transcurrió en un mundo forjado en la lujuria de un paraíso tropical. La naturaleza lo cobijaba como madre, como amante, a veces castigaba implacablemente, sin misericordia. Por eso aprendió a respetarla y a rendirle culto. Aprendió los secretos de las plantas, de las estaciones y de la cohoba que lo comunicaba con los espíritus del Coabey y los dioses que castigaban la insensatez de los hombres. Esto fue lo último que le enseñara su maestro antes de morir. Recordaba aun las miradas de envidia de sus compañeros cuando el viejo bohique le dijo ven, y se internaron en el bosque espeso y eterno, hasta donde nunca antes había llegado a buscar hierbas. Uno, dos, tres días de camino hicieron antes de llegar al lugar escogido, luego cuatro, cinco, muchos días más tomaron para prepararse para la ceremonia. Mientras hacían los preparativos, le hizo recitar varias veces la historia de su tribu, todos los usos de cada planta que señalara y las estaciones del año en que era más propicio hacer la cohoba. Luego inhalaron los polvos que abrían las puertas de las moradas de los espíritus y habló con ellos, y ellos hablaron con él. . .
Era casi un sueño. Sintió primero como si se elevara, flotando por encima de toda atadura terrestre. Poco a poco, sombras luminosas lo rodearon y le dieron la bienvenida. Vió caciques, nitahínos y ancianos que reconoció como los de las historias de su tribu. Guerreros cuyas hazañas las oía contar desde niño en los areytos y que ahora él contaría a los niños y a los adultos para que su pueblo no las olvidara. Por entre la niebla de seres etéreos ve una figura que no se desvanece como las demás, sino que lo mira fijamente. En su pecho brilla un disco de oro, resplandeciente como el sol. Reconoce su nombre mientras El le tiende su mano. Te estaba esperando y se sintió llevado, te mostraré lo que sucederá a nuestro pueblo cuando llegue el dios blanco, sintió un dolor profundo en su pecho, las madres llorarán y lamentarán ser madres, el eco de los gritos llenó sus oídos, los hombres caerán por el dedo del dios blanco, los campos verdes se cubrieron de sangre, y el canto de los areytos no será ya escuchado, la mirada perdida de un niño solitario quedó suspendida en el aire, alejándose poco a poco. El alma de nuestro pueblo morirá y tú serás su última morada. Toma, y saca de su pecho el disco deslumbrante y suavemente lo coloca en sus manos. El resplandor crece hasta herir su vista y envolverlo todo, como si se tragara la realidad y tan sólo quedara blancura primigenia. . .
Despierta sobresaltado. El breve sueño reunió las pocas fuerzas que le quedaban para subir el último recodo de bosque eterno. Llega hasta la entrada de la gruta, oculta bajo un espeso follaje en el corazón del Otoao. Aprieta el disco contra su pecho y mentalmente recorre el interior de la gruta sagrada. Hace muchas lunas que entrara por primera vez. Esa vez tenía también el disco dorado en sus manos, recién hecho. Con él entró el nuevo cacique a envestirse de autoridad, a presentarse ante el dios bueno, aquel que habitaba en la montaña, el Gran Señor de las tierras. Hizo el disco con sus propias manos, en su mente llevaba fijo el recuerdo de un brillo cegador y su corazón palpitaba cuando lo colocara por vez primera sobre el pecho del nuevo cacique, allí, dentro de la gruta sagrada. Mira hacia el cielo y sabe que los espíritus pronto rondarán por ahí y le preguntarán porqué has venido y su corazón tan sólo responderá con una lágrima y un suspiro de muerte.
Con dificultad separa el espeso follaje que cubre la entrada a la cueva. Entra, fatigado, respira la penumbra que lo envuelve. Afuera, los pájaros cantan en algarabía vespertina, anunciando la muerte del día, ajenos a otras muertes, la muerte de un pueblo. Llega hasta el fondo y se recuesta de la pared rocosa. Por entre el follaje espeso que cubre la entrada se cuela un tenue rayo de luz, hijo de aquel sol agonizante, del Camuy que hoy vería por última vez. El débil rayo se abre paso por la creciente oscuridad y llega hasta el fondo de la caverna. Acaricia suavemente un mentón que va perdiendo lentamente su calor. Su pecho se ilumina por un momento, los espíritus se van acercando poco a poco y lo rodean mientras el tenue rayo de sol agonizante trata inútilmente de darle vida a un disco de oro. Entre los rostros níveos se destaca uno que lo mira fijamente y le tiende sus brazos, a su lado su maestro le dice ha terminado. El brillo va muriendo gradualmente y la oscuridad se apodera de la cueva. Al fondo, unos dedos fríos sujetan firmemente un disco de oro.
Porque me pusiste al pecho
este guanín relumbante...
Juan Antonio Corretjer
Las gotas caían pesadamente sobre el suelo fangoso de la ladera del monte, en esa selva todavía virgen, intacta. Los musgos y helechos se hundían bajo el peso de sus pies sangrantes, cansados. Su cuerpo parecía derretirse y fundirse en uno solo con el barro de su Tierra Madre. Atardecía. Insignificantes rayos de sol atravesaban la espesura del follaje y, en ocasiones, fugazmente, en un intento fallido de dar calor a su cuerpo deshecho, herido, acariciaban sutilmente en vano intento efímero de brillar en su tez de cobre viejo. Corría, bajo la lluvia, dosel y penumbra. . .
Entre sus manos llevaba un disco antiguo y sagrado, símbolo de su raza y orgullo. Lo recogió cuando el dios blanco, con su dedo tronante, matara de un solo grito, de un solo suspiro, al portador del áureo símbolo. Fue el último cacique escogido.
Ahora, mientras avanzaba penosamente a través del bosque espeso, recordaba. Cómo su niñez transcurrió en un mundo forjado en la lujuria de un paraíso tropical. La naturaleza lo cobijaba como madre, como amante, a veces castigaba implacablemente, sin misericordia. Por eso aprendió a respetarla y a rendirle culto. Aprendió los secretos de las plantas, de las estaciones y de la cohoba que lo comunicaba con los espíritus del Coabey y los dioses que castigaban la insensatez de los hombres. Esto fue lo último que le enseñara su maestro antes de morir. Recordaba aun las miradas de envidia de sus compañeros cuando el viejo bohique le dijo ven, y se internaron en el bosque espeso y eterno, hasta donde nunca antes había llegado a buscar hierbas. Uno, dos, tres días de camino hicieron antes de llegar al lugar escogido, luego cuatro, cinco, muchos días más tomaron para prepararse para la ceremonia. Mientras hacían los preparativos, le hizo recitar varias veces la historia de su tribu, todos los usos de cada planta que señalara y las estaciones del año en que era más propicio hacer la cohoba. Luego inhalaron los polvos que abrían las puertas de las moradas de los espíritus y habló con ellos, y ellos hablaron con él. . .
Era casi un sueño. Sintió primero como si se elevara, flotando por encima de toda atadura terrestre. Poco a poco, sombras luminosas lo rodearon y le dieron la bienvenida. Vió caciques, nitahínos y ancianos que reconoció como los de las historias de su tribu. Guerreros cuyas hazañas las oía contar desde niño en los areytos y que ahora él contaría a los niños y a los adultos para que su pueblo no las olvidara. Por entre la niebla de seres etéreos ve una figura que no se desvanece como las demás, sino que lo mira fijamente. En su pecho brilla un disco de oro, resplandeciente como el sol. Reconoce su nombre mientras El le tiende su mano. Te estaba esperando y se sintió llevado, te mostraré lo que sucederá a nuestro pueblo cuando llegue el dios blanco, sintió un dolor profundo en su pecho, las madres llorarán y lamentarán ser madres, el eco de los gritos llenó sus oídos, los hombres caerán por el dedo del dios blanco, los campos verdes se cubrieron de sangre, y el canto de los areytos no será ya escuchado, la mirada perdida de un niño solitario quedó suspendida en el aire, alejándose poco a poco. El alma de nuestro pueblo morirá y tú serás su última morada. Toma, y saca de su pecho el disco deslumbrante y suavemente lo coloca en sus manos. El resplandor crece hasta herir su vista y envolverlo todo, como si se tragara la realidad y tan sólo quedara blancura primigenia. . .
Despierta sobresaltado. El breve sueño reunió las pocas fuerzas que le quedaban para subir el último recodo de bosque eterno. Llega hasta la entrada de la gruta, oculta bajo un espeso follaje en el corazón del Otoao. Aprieta el disco contra su pecho y mentalmente recorre el interior de la gruta sagrada. Hace muchas lunas que entrara por primera vez. Esa vez tenía también el disco dorado en sus manos, recién hecho. Con él entró el nuevo cacique a envestirse de autoridad, a presentarse ante el dios bueno, aquel que habitaba en la montaña, el Gran Señor de las tierras. Hizo el disco con sus propias manos, en su mente llevaba fijo el recuerdo de un brillo cegador y su corazón palpitaba cuando lo colocara por vez primera sobre el pecho del nuevo cacique, allí, dentro de la gruta sagrada. Mira hacia el cielo y sabe que los espíritus pronto rondarán por ahí y le preguntarán porqué has venido y su corazón tan sólo responderá con una lágrima y un suspiro de muerte.
Con dificultad separa el espeso follaje que cubre la entrada a la cueva. Entra, fatigado, respira la penumbra que lo envuelve. Afuera, los pájaros cantan en algarabía vespertina, anunciando la muerte del día, ajenos a otras muertes, la muerte de un pueblo. Llega hasta el fondo y se recuesta de la pared rocosa. Por entre el follaje espeso que cubre la entrada se cuela un tenue rayo de luz, hijo de aquel sol agonizante, del Camuy que hoy vería por última vez. El débil rayo se abre paso por la creciente oscuridad y llega hasta el fondo de la caverna. Acaricia suavemente un mentón que va perdiendo lentamente su calor. Su pecho se ilumina por un momento, los espíritus se van acercando poco a poco y lo rodean mientras el tenue rayo de sol agonizante trata inútilmente de darle vida a un disco de oro. Entre los rostros níveos se destaca uno que lo mira fijamente y le tiende sus brazos, a su lado su maestro le dice ha terminado. El brillo va muriendo gradualmente y la oscuridad se apodera de la cueva. Al fondo, unos dedos fríos sujetan firmemente un disco de oro.
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