viernes, febrero 17, 2006

Lo que nos envejece

Escribí esto en Beijing hace varios años, al enterarme de la muerte de uno de mis amigos de la niñez. Lo dejo aquí hoy que siento unas ganas increíbles de regresar, antes de que la muerte me convierta en forastero en mi propio pueblo, o ante los ojos de mi hija.

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A Giovanni, Q.D.E.P.


Hay un momento indeterminado en nuestras vidas en que, así de repente, nos damos cuenta de que hemos crecido. En ese preciso instante miramos alrededor nuestro y decimos “contra, soy gente grande.” Contrario a lo que se pueda asumir, no es la primera experiencia sexual lo que nos inagura como adultos. Curiosamente, es la muerte.

Cada vez que la Pelona se lleva a alguien cercano a nosotros nos damos cuenta que el mundo, nuestro mundo, ese que nos ha acompañado desde niños, está cambiando. Ese universo que construimos en la niñez y, que pensamos eterno, va siendo devorado por el hambre del tiempo. Y es la muerte quién nos toca al hombro y nos lo deja saber. Comencé a tomar cierta conciencia de ello el día en que murió Pacheco.

Recuerdo ese día claramente. Salía de un engorroso laboratorio de Química Orgánica y me detuve a charlar con las personas que me dieron la noticia. Dije algo así como “caramba, se están muriendo los inmortales.” Y proseguí con mis labores colegiales. Esa noche, en la barra que solíamos frecuentar, me tocó el turno de ser el heraldo negro. Dí la noticia, y para mi asombro, el desconcierto se regó entre los presentes como palomas asustadas. Hubo desde chistes nerviosos, de esos que pretenden disimular incomodidad, hasta silencios y lágrimas. Fue entonces que supe que esa sensación indescifrable que sentíamos era miedo. Miedo porque de pronto reconocimos que la niñez nos abandonaba, y la adultez nos miraba con cara de múcaro. Un par de años más tarde, en el funeral de mi madre, volví a sentir esa misma sensacion de abandono.

Sentado sobre un panteón veía la procesión que cargaba su ataúd hasta el túmulo cubierto de flores. El eco de himnos mezclados con llantos me llegaba desde esa distancia que ahora, entonces, supe insondable. Todo fluía ante mí con la plasticidad de un cuadro daliano. Y de repente el llanto de un infante rompió el anonadamiento en que me había sumido mi incredulidad. A mi lado, lloraba un recién nacido, protestando a todo pulmón su absurda presencia en ese recinto de muerte. Su madre, cansada, posó la canasta que lo portaba sobre el panteón donde, curiosamente, yo presenciaba la escena extasiado. Y entonces ocurrió el golpe. Cesó el llanto. Por lo menos el del niño, porque el mío no pudo contenerse, al ver la magnífica simetría en que yo formaba parte. Una madre que llevaba a su hijo en una canasta al entierro de una madre llevada en un ataúd por su hijo. Y ambos, posados uno sobre el otro, sin poder presentirse. En esa ocasión abandoné el camposanto más alejado de mi niñez, de la mano de un futuro incierto como compañía. Hoy, la muerte me ha confirmado, una vez más, que estoy envejeciendo.

Una vida de nómada me ha alejado del mundo en que crecí. Las veces en que he regresado al barrio nativo han sido como respirar un viejo olor conocido. Inmutable. Sin embargo hoy, al abrir mi casilla de correo electrónico, he sentido ese mundo resquebrajarse al leer la noticia de que cuando regrese esta vez, habrá una ausencia esperándome en mi vieja calle. “Giovanni el Gordo ha muerto en estos días,” dice el escueto mensaje. En esta ocasión he mirado fijamente hacia el frente, mientras sentía que ese universo poblado de maldades que fue mi niñez era despojado de mi más fiel cómplice.

He acabado por aceptar lo inaudito. Al crecer, se destruye por autonomasia lo que hemos sido. Y sólo nos queda enfrentarnos a la vida con la desnudez que nos regala la muerte. Así, reconocemos que al fin de cuentas no es la Pelona quién nos deja abandonados, somos nosotros, en nuestra insensata insistencia en seguir caminando, quienes abandonamos lo que una vez fuimos. Hoy he comenzado a morir tranquilo. Giovanni, retorna en paz.

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