sábado, noviembre 12, 2005

Un cuento muy viejo con unas cursilerías enormes

Esto lo escribí hace casi 20 años. Creo que puede considerarse mi primer "cuento," a falta de cualquier otra palabra que pueda describirlo. De seguro ni siquiera me salve decir que era MUY joven. Bueno, lo de no salvarme no es sorpresa, viene por default anyway. En fin, todos en algún momento usamos Fruits of the Loom blancos. A ver qué digo dentro de 20 años.

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De todo esto me reía yo estando dentro del primer espejo.

Cuando lo atravesé sentí que mi cuerpo dejaba de pesar. Que mi materia flotaba insostenida en un espacio vacío, pero, a su vez estaba rodeada de algo, no sé, una sensación de plenitud, de libertad total de mi cuerpo y espíritu. Creo que este lugar es donde la Nada es centro de Toda. Y yo estaba allí, sintiendo. . .

Nada de esto imaginé cuando, solo, acostado en aquella cama, en medio del cuarto, habiendo estado acompañado, se apareció aquel duende. Su nombre era D’ya.

Me preguntó porqué estaba afiebrado y no supe qué contestarle. Me dijo ven conmigo, te enseñaré lugares nuevos, y me fui con él atravesando aquél gran espejo de la pared. En el quinto o sexto espejo que cruzamos aprendí que la magia de la vida no se hace, sólo se vive. Eso me enseñó.

Al cruzar el segundo espejo, sentí una brisa de frescura en la cara. Como la brisa del mar. Cuando por fin abrí mis ojos me encontré parado al borde de un acantilado en la única orilla de un mar sin fronteras ni sosiego. Era un mar inmenso, como un oceano.

Podía sentir el viento dando continuamente en mi cuerpo y la humedad del trillón de gotitas caer sobre mí cada vez que alguna ola azotaba contra las rocas la furia milenaria de su inmensidad azul. El viento silbaba y el mar rugía. Y yo, callado, bebiendo lentamente su amplitud no limitada por fronteras ni reglas. Sorprendióme una conversación entre el viento y el mar. ¿Que cómo entendía? No sé. El rugido se me hacía como voz de barítono imponente que recuerda soledades en un mundo abarrotado de mierda. Me sentía yo mismo ilimitado. Como si mi cuerpo hubiera roto todas sus fronteras, rebasado los límites que le imponía el integumento y se extendiese más allá de donde la vista alcanzaba. De repente, me sentí universo donde el mar y el viento se debatían estrellándose sobre la roca de mi corazón. Sólo silbaba y rugía, pero yo, impulsos nerviosos que corren a través de un cuerpo, entendía palabras. Palabras que se extendían hasta los confines de un sentimiento- universo en mí.

Un grupo de delfines pasó delante de la roca y nos invitó a ir con ellos. Un viaje a través de la inmensidad. Acepté, pero D’ya me dijo que aún faltaban algunas cosas que ver. “Nunca te quedes mucho tiempo en un sitio, así no lo llegarás a conocer y cuando regreses, tendrás aún cosas nuevas para descubrir.” Creo que no estuve de acuerdo, pero lo seguí en el camino fuera del espejo. Me iba diciendo que nunca olvidara las profecías que escuché. Profecías milenarias de un mar inmenso y un viento casi omnipresente. Le hice caso, guardé las profecías en mi corazón, como Columnas de Hércules que evitaran su colapso total e irremediable. Le agradecí su consejo mucho después, cuando ya no supe nada más de él y mi razón se desplomó, pero mi corazón salió incólume, gracias a las profecías.

Cuando salí de ese espejo me sentí de repente reducido a mi más ínfima expresión. Guijarro de montaña, insignificante gusano que horada la redondez de la Tierra. ¡Horrile sensación de salir de dónde se es centro de una inmensidad sin límites, cubriéndolo todo con un sentimiento- universo que invade y fluye de tu cuerpo en ínfulas de grandeza! Y yo estaba allí, sintiendo. . .

En el cuarto me dio una tristeza profunda. Profunda como el mar que acababa de dejar atrás en ese espejo permaneciendo en mi corazón. D’ya me explicó que ese era el resultado de haber estado en contacto con ese sentimiento- Universo que lo abarcaba todo, y de momento, salir de él. Sin eso, no hubiera vida. Porque la llevaba en sus mismas entrañas como resultado de la misma gigantezca inmensidad de su presencia. Le pregunté si eso era el amor. No me contestó.

Había perdido toda noción del tiempo. No sabía si era noche o día. Vive al ritmo de tu corazón fue lo que me dijo cuando se lo mencioné. Y es lo que he hecho hasta ahora.

Al intentar cruzar el tercer espejo, sentí como si una ola de pánico y duda me cubriera. No podía comprender lo que me pasaba, pero tampoco quería meterme allá adentro. D’ya me agarró por un brazo y me dijo es necesario que vengas, el otro te ha impactado mucho, y tienes que entrar a éste para que te repongas de esa impresión. Yo seguía resistiéndome, lágrima empezaron a salir por mis ojos. Al ver mi estado, D’ya me dio una sacudida agarrándome por los hombros. Yo entré en un ensimismamiento total. Y lo seguí dócilmente hacia las aterradoras profundidades de ese espejo.

Cuando salí de mi ensimismamiento me encontré a la doble orilla de un desierto y un pueblo. Estaba sobre una duna, no sé si la primera o la última, desde la cual podía apreciar a bastante distancia mi alrededor. Me volví acia el desierto y empezé a caminar hacia él. No podía resistirlo. Como si un imán enorme estuviera atrayéndome. D’ya me detuvo. Me obligó a volverme y seguir para el pueblo. No sabía qué estaba haciendo. ¿Qué estaba pasando a mi alrededor? Dócilmente bajaba aquella colina de arena. Tropecé varias veces. No recuerdo mucho. Excepto un sol hiriente. Hiriente sin calor. Su luz penetraba todo. Hasta mi mente. Por eso me acuerdo.

Cuando llegamos abajo mi duende me paró de frente. Y me dijo no puedo seguir. Tienes que hacerlo solo. Ten cuidado. Y me dio un empujón que me trajo otra vez a mi cuerpo. Miré atrás y no vi a nadie. Empezé a caminar. Podía sentir cómo el ambiente, la atmósfera, el aire cambiaba. Era un aire difícil de respirar. Una atmósfera fría. Un ambiente pesado. Los colores se iban opacando o aclarando. Hasta quedar sólo blanco o negro. Y gris.

Veía todo a través de una mente mareada. Las distorsiones, los vaivenes. Las puertas cerradas y las ventanas abiertas. Colores de soledad, colores míos.

Todo cambió de color. Excepto yo. Me di cuenta de eso cuando cruzaba la avenida principal de ese pueblo fantasma. Sí, era un pueblo fantasma entre fantasmas y yo. Escuchaba voces, pero no veía a nadie. Voces que no distinguía, ni entendía, pero sabía que eran voces humanas porque ¿qué otro sonido en este mundo (¿universo?) suena tan estúpido y estridente? No distinguía una sola palabra, sólo ruido. (¿Qué más es la voz humana en un pueblo fantasma?) lo sentía alrededor mío y sin embargo no veía a nadie. Cansado, me senté en la esquina de un gran edificio que parecía construído para resistir las eternidades de un pueblo fantasma. Porque te diré que allí mismo, sentado en aquella esquina, descubrí que la tragedia de los pueblos fantasmas es que son eternos. Y aunque la arena del desierto los cubra totalmente o un huracán los arranque desde sus cimientos o la furia condensada de un terremoto los trague, jamás desaparecerán. Porque lo que hace al pueblo fantasma no son sus edificios, sino, el dolor de su existencia, de la existencia de miles de dolores juntos, que en un lenguaje que no está en nosotros, se llama pueblo fantasma.

De repente, sentí la pesadez de una mirada sobre mí. Alcé mi cabeza y vi andrajos y entre ellos creo que se movía una figura. Tal vez un hombre (¿quién más viste andrajos?). Le pregunté quién eres y sólo el silbido de una brisa fría me envolvió como respuesta. Dónde estoy y el frío penetró hasta mis huesos. Qué me pasa y el frío y yo pasamos a ser uno. Desperté en una gran plazoleta de piedra sin pulir. Podía palpar la soledad, sin embargo no estaba solo, lo sabía, lo sentía. De repente, por la calle principal pasó un carruaje con dos caballos verdes ayudándole a levantar todo el polvorín acumulado por siglos de ¿existencia? y desuso. Me grabé en la memoria la sensación de sentir el galope de los caballos bien adentro en el pecho y las ruedas rechinar dentro de mi encéfalo aturdido sin oir nada. Una marcha silenciosa. Era la primera vez que escuchaba (o sentía, no sé) el ruido del silencio. Fue lo más estruendoso que he escuchado en mi existencia. ¡Es horrible el tener que soportar el ruido de no oir nada sintiéndolo todo!

Cuando el carruaje hubo pasado y las nubecillas de polvo terminaban de empezar a asentarse dispuestas a pasar otro milenio antes de que alguien las invoque y el ruido silencioso (o el silencio ruidoso, no sé) ya sólo se sentía a distancia, sentí una presencia diferente a las que me rodeaban. Una presencia corpórea a mi lado. Era un anciano vestido con una larga túnica de color claro y un par de líneas gruesas del color de la esmeralda que bajaban desde los hombros. Apoyaba su caminar en un báulo del mismo color.

Le grité, más que preguntarle dónde estoy. No abrió su boca. Empezaba a desesperarme, dónde estoy quién eres qué haces qué me pasa, dónde estoy, quién soy. Cuando la furia de un llanto callado me dominó, pude darme cuenta que no había dejado de contestar mis preguntas. Sus ojos eran más expresivos que cualquier boca que he escuchado. Me dijeron más que lo que desesperaba saber. Y me dio muchas más respuestas que preguntas hice.

Lo seguí, a lo largo de la calle de los sueños, por dónde había pasado el carruaje de la esperanza. Nadie lo ve pasar, es muy doloroso siquiera sentirlo a distancia. Eso lo sé ahora. También sé que pasa cuando la suma de todas las soledades alcanza un nivel máximo de dolor. Por eso duele tanto. Es soledad materializada, dolor condensado.

Llegamos a un lugar que a pesar de estar al aire libre, daba la impresión de estar separado del exterior, como un espejismo. En el centro de este espacio donde ni la luz hiriente de un sol implacable penetraba, sino que se transformaba en dulces rayos de luz que bañaban y le daban un toque de Midas a lo que acariciaban, se encontraba una vieja gitana. Vestida con un traje de años y cubierta por un polvo de siglos. Su mirada penetrante era apoyada por unos ojos fijos, negros. Frente a ella, una bola de cristal encima de una mesa ancestral. También sobre la mesa se encontraba una rosa blanca en un vaso rojo y agua violácea. Era lo único que poseía color propio en ese espacio. Al acariciar la bola de cristal vi cosas que no entendí. Fuentes, rosas, hamacas, molinos y hasta un río. También me vi rodeado de pinos en una playa donde el viento soplaba sin tregua. Iba corriendo, evitando que alguno de sus troncos me aplastara en su caída. Así mismo me vi, buscando una salida donde no la había.

Sentí que alguien me tocó el hombro. Era el anciano. Sabía que nos iríamos, pero quería preguntarle a la gitana qué significaba aquello. ¿No vas a pagar? Y cuando miré donde estaba ella no vi nada. Sólo la rosablanca, que tomé en mis manos, yacía en el suelo. El sol hería inclemente allí, donde antes acariciaba dócilmente. Lo seguí hasta el final del pueblo. Comprendí. Empezé a caminar hacia el desierto. Al rato de estar caminando creí escuchar un sollozo. Miré a todos lados y lo único que veía eran dunas de arena. Comenzé a caminar y el viento me trajo ese sollozo otra vez. Adiviné su dirección y corrí. Subí la duna con cierta dificultad, ya que llevaba el peso de muchos recuerdos en mí. Al llegar a la cima distinguí al fondo una figura humana postrada. Rodé, más que corrí, hacia ella. Al llegar abajo me encontré con un hombre desnudo completamente. Era esbelto, bronceado por un sol inmisericorde, con la inocencia radiándole desde su rostro y con un par de maltratadas alas en su espalda. Estaba llorando. Toqué suavemente su hombro. Se volvió asustado. Vi un terror inocente reflejado en sus ojos.

- ¿Quién eres?
- Un ángel caído.
- ¿Qué te pasa?
- Me caí del Cielo.
- ¿Por qué?
- No sé.
- ¿Lloras por volver?
- Lloro por salir de este yermo lugar.
- Vuela, ángel caído, vuela por sobre éste lugar de fuego, por sobre la calle de los sueños, por sobre el deseo de los hombres. . .

Y el ángel se irguió y batiendo sus alas voló. Voló sobre mí, sobre el desierto, sobre el pueblo, y desapareció en un punto confundido con el sol.

- Él no pertenecía a éste lugar.

Estas palabras me asustaron.

- Yo tampoco pertenezco a este lugar.

Gar, gar, gar. . . me respondió el eco repetido de duna en duna.

- ¿Porqué no vuelas?

Me sobresalté al escuchar esa voz conocida a mis espaldas. Era D’ya sentado en un montículo de arena. Estaba sonriendo. Se levantó y dijo salgamos de aquí.
ªªª

Por eso te digo que no te desesperes. Ya sé que estamos aquí, en este sitio maldito de dios, que cada vez tiembla más. Pero cuando te dije que cruzáramos aquel gran espejo de la sala de tu casa me miraste burlonamente. Y me seguiste sólo por complacerme o por divertirte. Pero ahora tú estás abriendo tus sentidos por nuevas experiencias. Y yo, los estoy cerrando, porque no encuentro a D’ya por ningún lado.

Mientras tanto, te seguiré contando. . .

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