miércoles, febrero 07, 2007

Magia Irredenta

El viejo hechicero posó su vara sobre la mesa cubierta de papiros y pergaminos. Rascóse su nívea barba eterna y murmuró con tono de cansancio y fastidio la Palabra arcana de su frustración. Tomó entre sus dedos de árbol añejo un pergamino cualquiera y recitó de memoria mil más. Vencido, sentóse en su sillón, tan viejo como él, y revivió su vida en un recuerdo fugaz. Sus años de mago aprendiz, su maestro que le legara su búsqueda de siglos frustrada, desde ese mismo sillón en que hoy recuerda, ya entonces antiguo, como su búsqueda tantas veces heredada. Repasó con vista de impotencia los ingredientes alquimios dispersos por su guarida: el interior de la caja de Pandora, el pezón de una sirena desencantada, una pluma de Ícaro, la huella de un unicornio moribundo, un pedazo de espuma marina, los ojos de Edipo. Sobre un estante descansaba su último componente. Contenido en un jarro de barro, inscrito de runas proscritas por la eternidad, el líquido escarlata palpitaba aún con el ritmo del corazón que una vez lo contuviera. Un dolor de bestia con alma humana, o un olor de hombre sin nombre. Apartó su vista del adefesio al recuerdo del grito del minotauro desangrándose bajo su hechizo. Con sumo esfuerzo levantóse del sillón y encaminó sus pasos hacia la puerta sellada hacía mil años. Mientras escupía una Palabra de despecho masculló una maldición con toda la fuerza de su rabia, mirando el sol que por vez primera en siglos hería cada surco de su faz. Y el céfiro de la tarde llevó su última Palabra entre sus dedos: poesía.

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