domingo, enero 21, 2007

Dos lágrimas blancas

. . .Venía cansada, de recorrer el mundo sobremarino, de llevar en mis alas el peso de las aves y el sabor disuelto de la sal en un mar aéreo. Veo, gozosa, cómo se perfila la línea de la playa, con su frontera de palmas invitándome a hozar en ellas. En un peñón grande y gris que resiste las embestidas del otro mar y yo, veo a un huerco joven, de mirada ronca y sonrisa rojiza, de cara al otro mar. Me acerqué, como tímida al principio para no asustarlo. Entonces, me metí entre sus cabellos y mientras me perdía y volvía y salía y entraba otra vez era todo un revuelo piloso y él no se enteraba y entonces acariciando en espiral descendente toqué su oído y susurré suavemente qué te pasa pero él seguía llorando y preguntando por qué, por qué. ¡No llores! Y el deseo de consolar me hizo remolino que cubrió lentamente su cuerpo. ¡Por favor! Y el deseo de aliviar me empujó dentro de su ropa y camisa, tocaba su faz de llanto en una caricia inútil, constante. Y la desesperación me convirtió en ciclón bíblico, capaz de barrer de sobre la tierra toda causa de llanto y dolor. Las palmeras me rindieron pleitesía y las aves huyeron temerosas y el otro mar empezó a rugir y el ritmo y la altura y la fuerza de sus olas contra la peña aumentó pensando que había llegado la hora de jugar su rol apocalíptico. Entonces despertó. Y la fuerza huracanada de mi ternura se disipó en una súplica. Y el mar de agua descansó otra vez, sabiendo que su sello no había sido roto todavía. Sólo el cáliz del vino amargo reflejaba en su espíritu embriagante las nubes asustadas por ese conato de apoteosis final. Levantó su triste mirada al horizonte, a lo lejos, mientras sus lágrimas fluían en violencia serena. Me acerqué para secar sus lágrimas de sangre con mis manos de aire. ¿Qué te pasa? Y la consternación reflejó en sus ojos la más intensa agonía. Se hundió, se murió... ¿Quién, dices? Mi estrella... se apagó. ¿Qué estrella? Era ella, lo sabía, había jurado que después de su muerte aparecería. Y brilló para todos como lo hizo en mi vida. Cayó fugazmente y se hundió en el mar nocturno como murió en mí, murió para todos. ¿Lloras por una estrella? Sí, era ella. . . y murió. . .

. . .Era el comienzo de la segunda vigilia cuando sentí en mi seno la cosquilla incandescente que produjo su caída. Reflejaba en un brillo intenso su desesperación. Caía, y trataba inútilmente de aferrarse a mi manto. ¿A dónde vas? Y un temeroso no sé me contestó. La seguí en su caída por la dulzura de su brillo embriagante. La seguí, hasta que cayó al mar de agua. Y allí apagó su fuego celeste y se durmió, cansada y asustada. Yo la acaricié y la arrullé como arrullo a los caracoles marinos. Tuvo un sueño inquieto de amar sin amar o una vela consumiéndose por la llama del tiempo. Fue su sueño como ella, fugaz y un recuerdo eterno. Despertó sollozante en su lecho azul de hierbas marinas y yo le dije ¡hola! y ella ¿dónde estoy? y yo en otro cielo, no te asuste su alborozo. ¡Quiero volver! No puedes. ¿Por qué? Sólo los que conservan su brillo logran volver. . . ¿Y volvió? No temas, seca tus ojos y guarda las lágrimas lloradas en el cáliz azul del alma, porque de eso es hecho el amor. ¡Sólo tantas lágrimas puedo llorar hasta que el dolor haya pasado! Entonces podrás decir que tu amor vivirá para siempre. . .

. . .Y una noche, una tarde, una mañana. . . la estrellita sintió deseos de volar, de elevarse, por sobre encima del mar y los delfines y las gaviotas y recostarse sobre un nuevo lecho de hierbas aéreas, de extender su luminiscencia naciente por cada rincón del alma terráquea. De sentir en sus venas intangibles la evaporación de la gota en la rosa sensual. Y de crecer, crecer, crecer y desnudarse rompiendo sus vestiduras de náufraga, enseñando a todos, alborazada, su desnudez solar. Asombrada, vió cómo los caracoles marinos, los peces escurridizos, los tímidos delfines, las gaviotas sumidas en su dolor inmóvil y las olas intranquilas de ese otro cielo en que había caído se juntaban para decirle adiós en un coro marino que semejaban siluetas de sombras en días de añoro y tristezas. Arriba, las estrellas y la Luna parecían huir de su grandeza, la que recién acababa de empezar a sentir y que aun dominaba sus deseos de saltar con sus hermanas. Lentamente, se sentía hinchándose de gloria y de poder, mientras un rayo transmitía en grito de calor he llegado. . .

. . .Mientras abajo, en una piedra embestida por la furia serena del mar, un joven contemplaba el amanecer, llorando. Y la brisa la susurraba al oído, ¿lo ves? Y él sí, puedo sentir sus rayos y su calor sobre mi cuerpo. Toma, seca tus lágrimas, y le tendió un dedo de aire para dos lágrimas blancas. . .

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