domingo, septiembre 11, 2005

Reliquia almidonada

Encontré esto que escribí hace como 13 ó 14 años:



Una noche paseaba por mi jardín, la luz tenue de la Luna acompañaba mis pasos. Pensaba, y vi tu figura apenas rodeada de blancas vestiduras delante de mí, entre los árboles del bosquecillo nocturno. Danzabas entre un rayo de luz, con el crujir de las hojas al ritmo de tus pies y el viento levantando tus vestidos albos sobre tu cuerpo. Extático, contemplé cómo la luz te envolvía y daba vueltas y lentamente su aroma azul cubría tu pelo, negro como la noche a nuestro alrededor. La música del agua crecía lentamente, y se alejaba y volvía, y caías como agotada sobre la grama mojada, abrazándote a la tierra. Primero, tus vestidos se confundieron con el color pardo de la tierra, luego tu cuerpo se hizo uno con la Madre, y desnudándote, volviste a la raíz primera.

Me senté al pie de un arbol centenario. Meditaba bajo la luz de las estrellas, tu voz alcanza mis oídos, suavemente, como un susurro divino. Me dices amor, te necesito, aquí, ahora. Y mi sangre se enciende y me quema y me abrazas y me besas y el olor de la tierra húmeda penetra nuestras pupilas, y la humedad de la grama nos cubre como sábanas en una cama fría. El vapor de nuestras bocas repiten, como eco de neblina, nuestros nombres en un vaho silencioso que nos envuelve lentamente, y mi carne se une a tu carne. . . Mi vida se disipa silenciosamente en la niebla de tus quejidos, mientras un manto de blancura nocturna nos cubre. . .

Me levanto y camino lentamente al compás de los insectos nocturnos, y pienso, tu mano sobre la mía, tu mirada sobre mi mano, y mis ojos sobre los tuyos. Tu voz rehuía mis oídos y mis ojos buscaban una respuesta en tus labios sudorosos. Siento en mis huesos la respuesta que callas. Una lágrima indescriptible roza tus mejillas, y me quema. Sonrío fugazmente, como para endulzar el peso de nuestra despedida. Y cada paso que te aleja de mí retumba en mi corazón, como un eco antiguo, lejano y profundo.

Las estrellas desaparecen lentamente ante la tenue claridad de la última vigilia. A lo lejos un ave inicia un canto de bienvenida. Y escucho, el eco de tu voz me hace sonreir. Te veo en la distancia, indescifrable. Vistes mil colores, y uno sólo. Pronuncias mi nombre con voz de mil sirenas. Te siento lejana, en mi cuerpo, como el roce de mil dedos sobre mi mejilla, y el sabor de mil besos en mi boca. Te quiero a ti sola, y a mil más. Tu aroma me envuelve y te multiplica en recuerdos vagos, al repetir tu nombre de cama en cama, de sueño en sueño. La casa iluminada me recibe. Los rayos matutinos acarician una puerta que lentamente se cierra. Las aves cantan, y yo sonrío. . .

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